«El ulular de Celaque» Cuento
Mayra Pinto
Mayra Pinto
En la parte más alta de la majestuosa y remota montaña de Celaque, a más de dos mil ochocientos metros sobre el nivel del mar y muy cerca del punto más alto de Honduras, habitaba un ser solitario y a la vez misterioso. Su cabeza redondeada, marcada por cejas blanquecinas y ojos de profundo marrón negruzco enmarcaba un rostro pálido y oscurecido alrededor de los ojos. No tenía concepto del futuro ni palabras en su mente, y no le preocupaba en lo más mínimo lo que los demás pensaran de él. Su respiración controlada y serena, así como el brillo de sus ojos, reflejaban una ausencia total de ansiedad hacia lo que mañana fuera a suceder.
Leo tenía hábitos bastante peculiares: descansar de día y ser más activo por la noche. Amaba la tranquilidad de la montaña y la paz derivada de su unión con ella: era parte de un todo que funcionaba en perfecta armonía.
Leo podía observar lo que sucedía en el bosque de Celaque, pero guardando distancia. Aunque no le perturbaban los demás seres vivos, tampoco despertaban su curiosidad, así que se limitaba a no llamar la atención, aunque de vez en cuando le era inevitable hacer algún ruido o emitir algún sonido. Aún así, los visitantes rara vez advertían su presencia.
Como era costumbre, casi todas las semanas, cerca del ocaso, a Leo le llegaba una visita: un niño de unos siete años, delgado, con una mirada tierna e ingenua, sin calzado y con su ropa holgada y un poco descuidada.
Leo no sabía desde dónde viajaba ese niño, pero se notaba que, aunque recorría una larga distancia, disfrutaba ese momento. El niño se desviaba desde el sendero para llegar hasta donde sabía que encontraría a Leo. Se sentaba sobre una roca grande, rodeada de bromelias y cubierta de musgo y liquen; colocaba sus pies uno al lado del otro y flexionaba sus piernas abrazándolas con sus propios brazos, tratando de disfrutar, pero a la vez de soportar la baja temperatura mientras esperaba ver frente a frente a Leo: y así permanecía hasta que lo encontraba o éste llegaba.
Una tarde de la primera semana de abril, al descender la montaña, a lo lejos, en el sendero, a Yunuen le pareció ver a un militar que se acercaba; rápidamente advirtió que era extranjero: ojos claros, cabello rubio, al menos 1.90m de altura y contextura robusta. Cargaba una mochila, y todo su equipo, su vestimenta y lo que cargaba, buscaba el camuflaje.
—¿Cómo estás, amigo? —saludó el extranjero.
—Todo bien —respondió Yunuen, un poco sorprendido por lo bien que hablaba español el extranjero.
—¿Sabes cuánto me falta para llegar a la cima?
—Aproximadamente tres horas —respondió Yunuen—. ¿Por qué sube tan tarde?
—Permíteme te muestro. —Y abrió su mochila en busca de algo.
Yunuen se mantuvo alerta; pensó que podía sacar un arma en cualquier momento.
—Está bien —dijo sin quitar la mirada de sus manos.
—¡Busco esta criatura! —Y le mostró una fotografía un poco maltratada.
Yunuen se quedó en silencio durante varios segundos, lo que al extranjero pareció más tiempo del normal, e intuyó que aquel joven reconocía lo que veía en la fotografía.
A la semana siguiente, en su visita semanal, Yunuen notó que Leo llevaba alimento con su pico hacia la cavidad de un árbol a pocos metros de donde solía percharse. ¡Era la hembra de Leo que cuidaba tres huevos en su nido! Leo le proporcionaba alimento y ella se encargaba de incubarlos.
A Yunuen le parecía fascinante presenciar eventos como este, y notar como la naturaleza misma era pura y perfecta.
Decidió ponerle nombre a la hembra de Leo, y así como el suyo, que era de origen maya, pensó en llamarle Ixchel, como la diosa maya de la Luna…
A los pocos minutos, notó que había un grupo de personas que se acercaba alrededor de la percha de Leo… Estaba Kabil encabezándolos y hablándoles de lo que estaban a punto de observar.
«Verán un ave sigilosa y misteriosa que no encontrarán en ninguna otra parte del mundo, solo en este bosque se encuentra, y a diferencia de las lechuzas, estos no son brujas durante el día…»
¡Cuánta indignación causaba escuchar a aquel charlatán!
Mientras continuaba con su improvisado discurso, un búho de bosque nublado de la misma especie que Leo, ululó who-wuhu-woot-woot y de inmediato, todos empezaron a grabar con sus dispositivos móviles, incluido Kabil, que capturó las misteriosas vocalizaciones del ave.
Cuando el búho dejó de vocalizar, los turistas de Celaque continuaron su caminata avanzando por el sendero y el señor les iba explicando cosas de su imaginación, que por la seguridad con que lo decía, era fácil de creer.
El hombre sabía que con este «nuevo negocio», tenía su güarito asegurado.
Uno de los turistas le comentó:
—Kabil, he escuchado que los oídos de los búhos pueden mapear sonidos tridimensionalmente debido a su ubicación asimétrica, ¿sabe algo al respecto?
El señor no estaba seguro de qué responder, no se le ocurría nada para desviar la pregunta cuya respuesta no sabía, así que dijo «claro», en tono burlón y haciendo parecer la respuesta muy obvia. Así que los turistas no siguieron haciendo preguntas durante el resto del recorrido.
A la semana siguiente, como ya se empezaba volver costumbre, un nuevo grupo de turistas llegaron con Kabil, para observar a Leo. Algunos andaban apresurados y presionaban al señor para que les mostrara a Leo, entonces Kabil, quien iba prevenido ante tal situación, pensó en que si reproducía el sonido (grabado la semana anterior) discretamente, los turistas pensarían que el búho estaba cerca, y cuando lo hizo, efectivamente algunos así lo creyeron, pero justo cuando se dieron cuenta que era una grabación, Leo rápidamente atendió al llamado del playback y muy asustado buscó a su hermano, giraba la cabeza y volaba de un lado a otro. Su vista y audición prodigiosa, esta vez no localizaban al individuo que emitía aquellos llamados, ¡no entendía lo que pasaba! Continuó, hasta que se cansó y se perchó en la rama de un pino.
Las personas de aquel grupo quedaron sorprendidas la majestuosidad del búho. Aprovecharon a tomar sus fotografías y videos, pero uno de los asistentes quería una foto desde otro ángulo y le lanzó una piedra para que cambiara de posición, ésta pasó muy cerca de él, y estuvo cerca de golpearlo. Leo logró escapar, y mientras esperaban que volviera, nuevamente Kabil les explicaba una que otra incoherencia, sin embargo ya había investigado un poco de mitología:
«¿Sabían que en las antiguas civilizaciones griegas, el búho estaba estrechamente vinculado con la diosa Atenea? Lo consideraban un emblema de conocimiento y protección.
Imaginemos por un momento a Atenea, la diosa de la sabiduría, con su armadura brillante y su lanza en mano, y un búho posado sobre su hombro —dijo tocándole el hombro a un turista y hablándole al oído—. Los mitos cuentan que este búho susurraba secretos a la diosa, ofreciéndole claridad y visión interna incluso en la oscuridad más densa.
Pero la influencia del búho no se detenía ahí. Antes de las batallas, los guerreros griegos llevaban amuletos con la imagen del búho, esperando ser bendecidos con la sabiduría necesaria para prevalecer en combate. Creían que, al igual que el búho podía ver en la oscuridad, ellos también podían ver la verdad y la estrategia correcta para salir victoriosos.
Así que, mientras estamos aquí, observando a estos majestuosos búhos en su hábitat natural, recordemos el profundo simbolismo que estas aves han tenido a lo largo del tiempo. Puede que estemos muy lejos de la antigua Grecia… pero la sabiduría y el misterio del búho siguen inspirándonos hoy. »
Ya habían pasado varios días en que se repetía la misma historia: Kabil llegaba con un grupo de turistas, esperaban a ver el Búho Leonado y se marchaban. Según ellos, sin causar ningún daño; sin embargo, aunque los turistas no agredían directamente a Leo, las constantes visitas no controladas, la reproducción de grabaciones, flash de las cámaras, y las molestias casi a cualquier hora para que se moviera, lo perturbaban, cambiaban sus hábitos y, sobre todo, le quitaban la tranquilidad y descuidaba su nido.
Como se había vuelto costumbre, Kabil reprodujo el playback de las vocalizaciones del búho, pero esta vez, Leo no atendió su llamado. Desde la última vez, Leo tampoco hacía caso a los verdaderos llamados de su hermano cuando le avisaba que estaba en peligro. Por esta razón, su hermano fue cazado mientras intentaba escapar y pedía ayuda ululando sin tener respuesta.
Este grupo se empezó a desesperar, entonces se le ocurrió a la próxima visita traer consigo una rana para ponerlo de carnada para atraer fácilmente a Leo.
Transcurrieron los días, y tal como lo había planeado, Kabil consiguió una rana viva, la cual llevaba en un recipiente de plástico, estaba seguro que esto sería todo un espectáculo.
—Estimados, alisten su mejor equipo fotográfico y de video, les aseguro que lo verán tan cerca… ¡que sentirán miedo!
A los turistas les despertó aún más el interés, pero, a los pocos minutos de iniciar la caminata hacia la montaña, empezó una tormenta muy copiosa y para evitar dañar el equipo, los turistas decidieron no acompañarlo y regresarse.
—Entonces iré solo. Pero siempre deberán pagar el recorrido que ya teníamos programado. El clima no es mi culpa, y mi tiempo es dinero —recalcó.
Por todo el camino fue gruñendo y renegando, empujando bellotas con la punta de sus pies y arrancando hojas y ramas de plantas a la orilla del sendero.
—¡Son unos cobardes! —decía.
Pero también su espíritu emprendedor (según él), lo hacía pensar en la forma de acercar el ahora «producto» a sus clientes. Si tan solo hubiera una forma de que no tuvieran que subir la montaña para ver este búho… pronto seré viejo, no podré subir la montaña con tanta facilidad y mi negocio habrá acabado.
Cuando llegó a su destino, cansado y todo empapado por la lluvia, con lodo hasta las rodillas, buscó a Leo por todas partes, pero no lo lograba ver. Era el día perfecto para probar su teoría y en caso que fallara pues no haría el ridículo frente a varios desconocidos, como le había sucedido la última vez que Leo no respondió al llamado de su grabación.
—No te escondas amigo, te traje algo que no podrás resistir.
Se quitó el capote que lo cubría de la lluvia y se dispuso a sacar la rana que llevaba en su mochila, la amarró con una cuerda delgada rodeando el centro del cuerpo y la puso dentro de su sombrero. A los pocos minutos, Leo voló en dirección a la rana, y el hombre, casi por reflejo, extendió el capote sobre Leo y lo cubrió completamente.
Leo soltó la rana de su pico, rasgó con sus patas el traje de lluvia con que lo había cubierto, intentando salir, e hizo un par de heridas al hombre pero este lo abarcó con sus brazos y lo introdujo en un saco.
—¡Vaya, si solo pesas alrededor una libra, pero tienes una fuerza tremenda!
Y notó como sangraba uno de sus brazos, cuya sangre rápidamente se diluía y lavaba con la lluvia.
¡Leo no entendía lo que sucedía! su respiración que siempre había sido tranquila, comenzaba a acelerarse, y sentía que le faltaba el oxígeno, mientras el dolor se propagaba por cada una de las catorce vértebras de su cuello.
A pesar de su aguda percepción y habilidades especiales, Leo se encontraba en estado de shock. Los búhos, con sus cerebros altamente desarrollados, pueden calcular la distancia a sus presas o depredadores a través de sutiles señales físicas, como la tensión muscular que regula el enfoque de sus pupilas, también utilizan su audición especializada para detectar incluso los sonidos más tenues. Sin embargo, en ese momento, toda esa sofisticada maquinaria evolutiva, parecía no ser de utilidad.
Mientras era transportado, Leo experimentaba una sensación de desconcierto. Después de varias horas de trayecto, comenzó a notar cambios en su entorno. La temperatura aumentaba, había menos humedad, era capaz de percibir una mayor presión atmosférica, la calidad del oxígeno disminuía y la luz se intensificaba. Estaba claro que estaba siendo llevado lejos del bosque nublado, y lo que era peor, ¡descendiendo! Leo nunca había descendido por debajo de los 1300 metros sobre el nivel del mar. En su juventud, cuando cortejaba a Ixchel, el amor de su vida, había explorado las alturas, pero nunca había explorado tierras más bajas, y sabía que no debía aventurarse más allá de ellas.
Cuando bajaron, llegaron a la casa de Kabil. Aquella casa era completamente de madera, que aunque se notaba que era antigua, estaba bien construida, con detalles rústicos cuidadosamente colocados, y en el inicio del sendero que conducía únicamente a esa casa, había un rótulo verde de prohibición: un símbolo de senderista y un círculo rojo tachado que decía «NO TRASPASAR, NO HAY SENDERO». Claramente, era un rótulo que había tomado de alguna zona del parque en el que el paso estaba restringido porque se había reubicado la ruta de algún sendero, pero a él le servía para que no pasaran turistas perdidos hacia su morada.
El estrecho sendero que conducía a la casa era bastante distintivo, con una sorprendente plantación de flores: a la izquierda, una deslumbrante hilera de orquídeas amarillas Sobralia xantholeuca y a la derecha, una vibrante línea de orquídeas moradas Laelia mottae.
Entró por la puerta trasera, cuyas bisagras chirriaron, ya que estaban atascadas y un poco oxidadas. Empujó la puerta con un poco más de fuerza de la necesaria y golpeó la pared. Fue directo a una esquina, cerca de una ventana, desde donde se apreciaba una vista amplia de los pueblos alrededor, y en donde tenía una jaula vieja y oxidada; aparentemente tuvo allí algún canario o perico, pero estaba vacía, entonces allí introdujo a Leo cuidadosamente y este arremetió su última batalla y le hizo otra herida, esta vez en la mejilla, pero aun así, no fue posible escapar.
—Aquí está la rana que intentaste almorzar y te interrumpí ji,ji,ji —dijo en un tono burlesco—. Ya veremos cómo compensas las heridas que me has causado. Tendré que pensar bien mi estrategia para darte a conocer al mundo y desfile por aquí el biyuyo.
El hombre estaba cansado, se sentó frente a la chimenea encendida y bebió un vaso completo de vino de miel; aquel leve ardor en el tracto digestivo superior, combinado con su dulzor le era reconfortante y relajante a la vez, así que rápidamente se durmió.
Leo no paró toda la noche de ulular en señal de auxilio, su garganta parecía inflarse más de lo normal por la intensidad con que lo hacía whru-ru’wruh-wruh-wruh… Esperaba que lo rescataran, pero estaba muy lejos de su hábitat, tenía pocas esperanzas.
A la mañana siguiente, aquel señor amaneció «como nuevo», con un brillo en sus ojos, se quitó la barba, y mientras comía unos ticucos pensó en su «plan de mercadeo», y luego salió a conseguir algo de comida para Leo.
Como a setecientos metros de su casa, se encontró una señora de no tan avanzada edad, con un pañuelo en su cabeza y un delantal de tejidos lencas, cuadriculado, de colores fucsia, amarillo y azul. Barría el patio de su casa, la saludó y ella preguntó:
—Pero, ¿qué le pasó, que veo su rostro herido?
—Tuve un enfrentamiento. —E hizo una pausa, paro permitir que ella continuara preguntando.
—¡Santo bendito! ¿Con quién?
—Un puma de montaña —dijo Kabil mostrándole el brazo también herido.
—Pero, ¿cómo sucedió?
—El puma intentó atacar a un enigmático búho, y lo quise defender, así que intercedí y salí herido, ¡pero el búho está bien! solo tiene que recuperarse.
—¡Usted es un verdadero héroe!
—No lo creo —y sonrió levemente mirando hacia el suelo.
—Lo tengo en la casa porque si lo dejo en el bosque con las alas heridas, corre peligro, así que esperaré a que se recupere, lo alimentaré todo el tiempo que sea necesario y lo liberaré. Pero, ¿puedo pedirle un favor?
—Claro que sí. —respondió la señora sosteniendo con una mano la escoba, y la otra en su cintura, abriendo más los ojos.
—No se lo cuente a nadie, sino van a llegar muchas personas a mi casa, ya que es poco común y querrán conocerlo; se dice que al ver de frente a este búho, brinda al ser humano protección y ayuda en la oscuridad, ¡son mensajeros del inframundo! y no queremos molestarlo.
—Descuide usted, nadie lo sabrá —Y cerró los ojos, balanceando su cabeza y juntando sus dos manos—. Y ¿qué es lo que come?
—Creo que serpientes, ratones, artrópodos… ¡y ranas! —dijo elevando las cejas.
—Entiendo.
Y el señor se fue a buscar esa lista de alimentos…
A la mañana siguiente, la señora estaba en la puerta de la casa del señor, con una bolsa llena de ratones, como si de choros se tratara. Cuando Kabil abrió la puerta, ella entró sin que la invitaran a pasar, avanzó y preguntó si le permitía conocer al búho.
—¡Claro que sí! No le puedo negar esa protección nocturna que de él recibirá. Está junto a la ventana, se lo presento. Por favor, no se lo diga a nadie —recalcó el señor.
Por la tarde, la aldea completa más cercana, ya sabía de aquel búho y querían conocerlo, se había dispersado el rumor que aquel señor había luchado contra dos jaguares en la montaña tratando de salvarlo, y que esta criatura también podía hacerse amigo y protector de los aldeanos, si estos le presentaban una ofrenda que fuera de su agrado.
Las personas habían rodeado la casa de Kabil y dijo que solo podía atender cinco personas por día y que debían de pagar algo simbólico.
—Ustedes saben, para gastos de alimentación y medicamentos.
Las personas sin dudar pagaban y en cuestión de pocos días, aquel señor ya tenía «agenda llena» para los próximos dos meses. Todo estaba saliendo según lo planeado.
Como todas las semanas, Yunuen visitó el hogar de Leo, pero esta vez esperó por varias horas, y Leo no aparecía. Aquella situación le pareció extraña. Empezó a preguntarse si este búho en particular podía migrar… Pero a la vez recordaba que en los últimos cinco años nunca había faltado Leo.
Yunuen buscaba en los alrededores, conocía las montañas de Celaque como la palma de su mano y también conocía todas las aves que habitaban aquel bosque cuyo aspecto era mucho más legendario que el de los cuentos de hadas. También reconocía los hermanos de Leo, pero a este lo distinguía por un pequeña fractura en su pico amarillo, su mirada particular y la conexión que entre ellos existía.
El tiempo pasaba, la señora que vivía relativamente cerca de Kabil le preguntaba si ya se habría recuperado el búho y él decía que «le faltaba».
Así pasaron las semanas, Leo empezaba a arrancarse plumas por el estrés, ya había perdido casi la totalidad de sus esperanzas de que alguien lo rescatara, y la forma en que ululaba era cada vez con menos fuerza y frecuencia…
Ya era 23 de mayo, noche de luna llena, a Leo lo rodeaban tres luciérnagas que por largo rato estuvieron volando alrededor de la jaula, y pensó en ¡qué sería de aquellos tres huevos que junto a Ixchel estuvo cuidando tan solo veintidós días!
Kabil tomó de su colección de casetes, uno al azar, y lo hizo reproducir en una radiograbadora cuadrada, color negro, de los años 90. A los pocos minutos quedó atrapado por el sueño, mientras que la icónica canción de la película «El Padrino», compuesta por Nino Rota, llenaba la habitación. Los suaves acordes del violín y la guitarra acústica envolvían el ambiente, creando una atmósfera de tristeza y melancolía que resonaba con los sentimientos de Leo en ese momento en el que parecía morir:
Brucia la luna n’cielu, (Arde la luna allá en el cielo)
E ju bruciu d’amuri (Y yo ardo de amor)
Focu ca si consuma Comu lu me cori (Fuego que se consume como mi corazón)
L’anima chianci Addulurata (El alma llora, adolorida)
Non si da paci (No hay paz)
Ma cchi mala nuttata (Pero que noche tan mala)
Lu tempu passa Ma non agghiorna (El tiempo pasa, pero no amanece)
Non c’e mai suli S’idda non torna (No habrá más sol, si ella no vuelve)
Brucia la terra mia (Arde la tierra mía)
E abbrucia lu me cori (Y quema mi corazón)
Acu la cantu La me canzuni (¿A quién le canto mi canción?)
Si no c’e nuddu Ca s’a affacia A lu barcuni (Si no hay nadie que se asome al balcón)…
Lo único que Leo poseía, era la vida, y aquel señor solitario, ambicioso y amargado, se la había arrebatado; su único pecado fue ser un ave poco común y misteriosa. Irónicamente seguía en el bosque, pero dentro de una jaula, al lado de una ventana, desde la cual ya se había acostumbrado a ver una espesa capa de humo que cubría los alrededores, producto de las quemas de bosques, lo mismo que provocaba que la luna tomara un aspecto rojizo e inolvidable…
Seguía observando las luciérnagas, respirando y ululando cada vez con menos fuerza, cuando de pronto, escuchó el sonido de alguien al pisar las hojas de pino en el suelo fuera de la casa. Alguien asomó por la ventana, ¡era el inconfundible Yunuen! quien había estado recorriendo la montaña entera a diario, en busca de Leo, hasta que esa noche, después de doce días de búsqueda, escuchó las llamadas de auxilio de Leo y logró rastrear la ubicación.
Yunuen se acercó a la ventana y la abrió cuidadosamente, extendió su brazo para alcanzar la puerta de la jaula pero no alcanzaba. Decidido a correr cualquier riesgo, introdujo una pierna por la ventana hasta que pudo estirarse lo suficiente para tocar la jaula, y abrirla. Leo se acercó, pero ocupó ayuda de Yunuen para salir, tantos días sin estirar sus alas, las habían debilitado, así que se lo llevó cargando.
A lo largo del camino, Yunuen iba meditando que aquel ser tan peculiar había sido encarcelado satisfaciendo un sentimiento de poder y control sobre otro ser vivo. Leo, al igual que todos los búhos, cumplen su función de equilibrio en el ecosistema, y aunque a lo largo de la historia han sido personajes de leyendas como parte de las tradiciones culturales de los pueblos, simplemente son mitos, y tampoco hay razón para temerles.
Rápidamente avanzaron hasta la montaña y a medida que iban ascendiendo, la respiración de Leo se iba estabilizando, y cuando estaban cerca de su hogar, abrió las alas con mucha dificultad, pero al ver el nido, y ver que allí estaban sus tres pichones, ¡le surgió desde lo más profundo una fuerza con la que logró volar hacia ellos!, donde también se encontraba Ixchel, quien había estado esperando por él.
Desde aquel día, en noches de luna llena, el Búho de Bosque Nublado recuerda con melancolía aquella experiencia y emite sonidos de tristeza que se escuchan a muchos kilómetros de distancia, como los que emitía aquella noche de luna llena, a punto de morir en la jaula.
Cada vez que ve un humano, alza vuelo rápidamente y se aleja en silencio, procurando no ser observado, demostrando el desdén que siente hacia aquellos que dañan la naturaleza. Desde aquella noche se ha vuelto esquivo y aún más misterioso, convirtiéndose en el ulular de Celaque, un grito de auxilio del bosque, que recuerda el daño que muchos humanos causan a la biodiversidad de nuestro planeta…
© Carlos Marroquín
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a Alberto Lobato, Alejandro Bayer, Carlos Marroquín, Daniel Fung, Edwin Miranda, Jeffrey Canaca, Josué Milla, Marcio Martínez, Roger Medina, y Zulena Escobedo por cada uno de sus invaluables aportes en distintos ámbitos. Y en general, a toda la comunidad pajarera que no conoce fronteras, clases sociales, religión, ideologías etc.
Sin su ayuda, este trabajo no habría sido posible.
«Hermoso cuento, cautivador desde el primer párrafo…… es una serendipia.
Una sutilidad para introducir conocimientos y datos de interés que en realidad desconocía por completo, sin dejar atrás ese llamado a la reflexión con una buena dosis de realidad. Una gran aventura llena de aventura, educación y reflexión.»
Gracias por tus palabras Josue =)
¡Aprecio que lo hayas leído y me alegra que te haya entretenido!