La danza del ojos dorados: Noches mágicas en las alturas de Celaque

Autor: Edwin Miranda

Celaque, la montaña más alta de Honduras es imponente y majestuosa, en algunas ocasiones que he tenido la oportunidad de escalar sus empinados cerros, siempre me encuentro con nuevas sorpresas y así mismo, nuevas historias que contar; la sensación de caminar por sus senderos nuevamente me da la sensación de un buen presagio…

Está vez el ascenso comenzó por la aldea de El Naranjito, en el municipio de San Manuel, Lempira. Como siempre, los primeros pasos son complicados, el dolor en los muslos se agudiza con la dificultad de la pendiente, pero poco a poco fuimos agarrando ritmo y compensado con las hermosas vistas, lo que hace sentir que vale la pena el esfuerzo. Lentamente avanzamos por el bosque de pino-encino, las bandadas de chipes migratorios ya en su camino al norte con su plumaje de reproducción hacían entretenido cada descanso, en las partes más bajas de la montaña, antes de hacer transición con el bosque nublado las hojas de algunos árboles se vuelven de un tono rojizo y amarillo, oxidadas por el tiempo crean para nuestros ojos el último espectáculo visual, llenando el bosque de colores, al finalizar su ciclo de vida después de un tiempo de crear oxígeno en su último acto de bondad sin ningún temor se desprenden y se arrojan al vacío, en su última danza con el viento bajan lentamente en remolinos y se acomodan suavemente para descansar y esperar la nueva transformación en un ciclo interminable…

Los refrescantes vientos húmedos anunciando la proximidad del invierno crean un frenesí colectivo en todas las especies del bosque; con sus hormonas reproductivas al tope, algunas lagartijas exponen sus cuerpos con exuberantes colores luminosos al calor del sol, las bromelias contrastando con el verde dominante del bosque alzan sus flores de un rojo escarlata creando un impacto visual inigualable.

Caminábamos despacio observando cada detalle, los empinados cerros nos hacían bajar el ritmo de la marcha, el equipo de exploración, al que posteriormente le llamaríamos “Lechucita sierreña”, lo conformábamos cuatro personas entre guarda parques, empleados de MAPANCE y mi persona como invitado a la expedición. El objetivo de la gira era hacer un conteo de quetzales en reproducción, de esa forma en equipo fuimos avanzando, cruzamos el Cerro de la Cruz y pasamos el bosque de pino-encino, ya en la transición al bosque nublado bajamos por una pequeña pendiente… todo era verde, las bromelias terrestres y orquídeas adornaban el entorno, al frente nuestro se elevaba un gigantesco roble hueco y envejecido, con sus ramas vencidas por la gravedad y el peso de numerosas plantas epífitas, y al final de una rama  un zorzal de plumaje negro con sus patas rojas unidas en el verde y húmedo musgo de aquella rama sin hojas, al contraluz del atardecer, se podía observar su pico también de color rojizo que con movimientos sutiles dejaba escapar una hermosa melodía, colmando todo el bosque de una  inmensa ternura; cautivados por la escena disfrutamos del momento sin mencionar ni una palabra, después de unos minutos decidimos seguir la marcha, paso a paso cobrábamos distancia, los pasos resonaban entre la hojarasca seca, subiendo y bajando empinados cerros nos acercábamos al campamento, cuando de golpe nos envolvió una oscura niebla, transformando por completo el escenario, los árboles viejos y retorcidos, con sus cactus y líquenes colgantes parecían gigantes fantasmas apenas visibles, agitados por la fuerza del viento, de pronto, un rayo de sol atravesó con violencia la tupida arboleda y la espesa niebla, en su choque con las húmedas partículas del ambiente, la radiante luz se descomponía en una amalgama de colores humeantes que comenzaron a desaparecer con el sonido del viento, como una veloz estampida cruzando las barrancas, haciendo crujir ramas y hojas se fue alejando estruendosamente, arrastrando consigo la espesa niebla, dejando a su paso una sensación de total quietud, que acompañada de los tibios rayos del sol del atardecer iluminaron nuestros últimos pasos al Campamento “El Quetzal”.

Cansados y sudorosos dispusimos confortar nuestros cuerpos, en una fogata que Abel (el guardabosque del parque y acompañante nuestro) dispuso a encender, el escalofrío al choque del viento helado calaba los huesos, poco a poco nos fuimos acercando a la fogata, que parloteaba con los últimos vientos del atardecer, los rayos del sol daban su último resplandor haciendo contraste rojizo atravesando los huecos de los troncos envejecidos, la fogata que se avivaba cada vez más mientras nos envolvía la noche, en silencio  al crepitar  de las llamas elevándose hasta su extinción y escuchando el último canto crepuscular de las aves que disponían su descanso, fuimos pasando lentamente al mundo nocturno, con las manos aferradas a una tibia taza de café que se vaciaba sorbo tras sorbo…

Vimos aparecer  el reflejo de las primeras estrellas de la noche, y una que otra luciérnaga parpadeante a intervalos discretos buscando su amor en lo profundo del bosque. Mientras las estrellas se mostraban y desaparecían al movimiento de los gigantescos pinos, ¡cantó el búho de bosque nublado proclamando la defensa de su territorio!, el cacomixtle dejaba escapar su estridente  aullido que resonaba por todo el bosque, nosotros sin embargo escuchábamos atentamente el despertar de toda la fauna nocturna, las horas pasaban cómodamente, abrigados por el calor de la fogata, disfrutando de una que otra plática que de vez es cuando se nos ocurría.

Cerca de las nueve de la noche el silencio se volvió más profundo, las llamas apenas se elevaban unos cuantos centímetros de aquella fogata en agonía, nuestros rostros apenas se reflejaban con la tenue luz en la inmensa penumbra. El viento agitaba levemente las acículas de los pinos, dejando escapar un silbido apenas perceptible, combinado con ese sonido se dejó escuchar un sonido pausado y lejano, sorprendidos de un salto, abandonamos la fogata y el tibio placer de la llamas, acercándonos al lugar de origen del sonido, al escucharlo más claramente pudimos identificarlo, ¡sin duda era el búho de ojos dorados (o Unspotted Saw-whet Owl)!, un hallazgo tan raro que solo tenía un registro en esa montaña, el sonido de su canto se percibía de todos lados del bosque, intentábamos descubrir su percha, pero era imposible, con el sonido del viento se hacía confuso y perdimos la esperanza de verlo en su plenitud, cuando todo estuvo en calma nos quedamos quietos, solo se veía el resplandor de las estrellas que apenas captaban nuestros ojos a través del inmenso bosque, de repente vimos volar sobre nuestras cabezas la silueta del búho que buscábamos, el tamaño era el esperado, sin duda nos había engañado con su suave canto, haciéndonos creer que estaba en la cima de los pinos cuando ¡realmente estaba sobre nuestras cabezas!. Después de unos intentos de seguir su canto y de solo ver su silueta cruzar por el espeso bosque, desconcertados desistimos regresar a la fogata para reconfortar nuestros cuerpos y hablar del extraordinario hallazgo.

Ya en altas horas de la noche, con las últimas llamas de la fogata disponíamos el descanso para el próximo día, cuando de repente, a escasos quince metros desde nuestro campamento, ¡se escuchó otra vez el canto del Aegolius ridgwayi!, sin pensarlo, todos saltamos de golpe y con nuestras linternas en mano ya con poca carga, iluminábamos las ramas más cercanas de aquel inmenso bosque, impacientes esperando ver los ojos dorados del hermoso búho, buscando de rama en rama de pronto vimos una figura pálida diminuta acicalarse y botando en un movimiento violento algunas plumas, nos acercamos sigilosamente dando cada paso muy bien medido sin perder de vista nuestro objetivo como también vigilando cada hojarasca y ramas secas para no hacer ruido, al estar a escasos metros pudimos verlo claramente, sin duda, ¡era el búho de ojos dorados!, en frente de todos se mostraba imponente y majestuoso, acicalaba sus plumas orgullosamente mientras lo veíamos con admiración, nosotros sin embargo estábamos paralizados por la escena, con la manos temblorosas iluminábamos su plumaje y con los prismáticos logramos apreciarlo en detalle, después de unos minutos nos fuimos relajando mientras él seguía en su percha, ya después de más de media hora decidimos regresar al campamento mientras el búho seguía en el mismo lugar…

En el tiempo que estuvimos frente a frente me di cuenta que talvez no es un ser tan extraño, talvez nosotros como seres humanos, hemos dejado de apreciar todo lo que nos rodea, hay tantas cosas que no hemos visto solo porque no volteamos nuestra mirada, tenemos un mundo con muchas posibilidades que no hemos apreciado.

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